Intentar definir el cuerpo a lo largo de la historia no es tarea fácil. Distintas concepciones, marcadas por las características de cada época, dan lugar a algunas ambigüedades.
Desde los griegos, el cuerpo representó una preocupación para los hombres. Ya siete siglos antes de Cristo, las dietas, la gimnasia y los masajes formaban esculturas vivientes. Los romanos paganos dedicaban varias horas para el baño y era un privilegio poseer piscina propia. Los demás, incluso esclavos, acudían a piscinas públicas. En ambos pueblos están presentes la estética y el cultivo de uno mismo.
Durante la Edad Media el cuerpo fue despreciado por ser portador del pecado, significaba la atadura que trababa el alma. Los religiosos medievales creían que la belleza terrena y visible no debía distraer de la auténtica belleza infinita. Quien ha conseguido ser bello, decían, se ha acercado a Dios porque él es la belleza y ya no necesita contemplar las cosas bellas del mundo. La obra de Le Goff Un cuerpo en la edad media da cuenta maravillosamente de las tensiones de la época.
A partir del Renacimiento, la concepción de belleza varía y resurge el cuerpo. La obra Historia de las mujeres, compilación a cargo de Duby, explicita que con la invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, comenzaron a aparecer en Europa libros de recetas y secretos para perfumes y cosméticos. La atención se centraba en el pelo, la cara, el cuello, los pechos y las manos. El pelo rubio se conseguía aclarándolo al sol con jugo de limón o mezclas hechas con sulfuro o azafrán. El maquillaje indicaba el rango social y en algunas mujeres se convertía en una auténtica máscara que les impedía sonreír. Ser bella era una obligación, pues la fealdad se asociaba con la inferioridad social y el vicio.
Entre los siglos XV y XVII el raquitismo, el escorbuto, entre otras enfermedades, distinguían a las mujeres ricas de las que no lo eran; incluso, algunas recurrían a preparaciones especiales con mazapán para evitar la pérdida de peso. Durante estos años, el baño era una amenaza para la salud, consideraban que el cuerpo seco estaba cerrado, y vulnerable cuando estaba húmedo. Se hablaba de los efectos debilitantes del agua caliente, y era la pérdida de fuerzas vitales lo que hacía que permanecieran en cama durante varios días como precaución luego de la higiene. El aseo estaba muy limitado porque costaba trabajo conseguir agua y, además, se creía que ablandaba los cuerpos. Se lavaban las manos y el rostro porque era lo único que se veía.
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Hasta hace apenas cien años la barriga era considerada marca de riqueza, vigor y respetabilidad social. Nada era menos atractivo que una mujer huesuda. Por entonces no se consideraba a la grasa como perniciosa sino, por el contrario, como una evidencia de vitalidad y holgada posición social.
Entrando en la Posmodernidad. El cuerpo – objeto
Durante el S.XX, distintos trabajos etnológicos sobre otras sociedades, como los realizados por Margaret Mead, Malinowski, Lévi Strauss, entre otros, provocaron curiosidad sobre los modos corporales propios de cada comunidad.
El surgimiento del psicoanálisis provocó una ruptura epistemológica en la vieja idea de cuerpo. Freud mostró su maleabilidad y lo convirtió en una estructura simbólica, en un lenguaje que habla de las relaciones individuales y sociales.
La obra El individuo rey señala que el período de entre guerras es la época de la liberación del cuerpo. Las revistas de la época alientan a las mujeres a ejercitar sus abdominales cada mañana y aparece la preocupación por una alimentación más liviana. En 1937 la revista Marie Claire recomendaba a las mujeres permanecer atractivas si querían conservar a sus maridos. Esto dio lugar a que los cuidados de belleza y el maquillaje no fuera patrimonio sólo de algunas mujeres.
Los medios de comunicación, apoyados en los soportes tecnológicos, han ayudado para que se expandieran rápidamente nuevas prácticas. El cine, la televisión y la publicidad, a través de su llegada masiva, han acelerado bruscamente la adopción de las modalidades corporales para lograr una vida sana.
Michel Foucault (1975) introdujo una visión diferente, comprobando que las sociedades occidentales inscriben a sus miembros en las mallas cerradas de una red de relaciones que controla sus movimientos. En Vigilar y castigar el autor plantea al cuerpo singular como objeto y blanco de poder y que se puede mover o articular con otros a través del disciplinamiento como fórmula de dominación para producir la docilidad y la eficacia a través de un cuidado meticuloso de la organización de la corporeidad.
Por lo tanto es dable plantear que el cuerpo no es algo dado de antemano, de naturaleza indiscutible, sino, por el contrario, hay tantas representaciones como sociedades haya y habrá que comprender la corporeidad como estructura simbólica que incluye imaginarios, conductas o nociones propias de cada grupo.
Bordieu (1979) sostiene que el cuerpo es la objetivación más indiscutible del gusto de clase. El hábitus, los comportamientos, los gustos, están ligados a una posición de dicha clase social.
En estos días, la apariencia física responde a la manera presentarse y representarse. Implica el modo de vestirse, la manera de peinarse, de arreglarse la cara y de cuidar el cuerpo, respondiendo a modalidades simbólicas según la pertenencia socio- cultural. David le Breton sostiene, en Sociología del cuerpo, que la presentación física parece valer socialmente como una presentación moral. La puesta en escena de la apariencia deja librado al hombre a la mirada del otro y, especialmente, al prejuicio que lo fija de entrada a una categoría moral por su aspecto, por un detalle de su vestimenta o por la forma de su cuerpo.
Este estereotipo pareciera ser renovado todo el tiempo por la lógica del consumo y la lógica del mercado tan característicos de nuestra época, la posmodernidad. Los cambios de la moda que repercuten en la ropa, en los cosméticos, en las prácticas físicas dan cuenta de ello, formando una constelación de productos “necesarios” y codiciados para poder acceder a cierto grupo social. Se valora al otro por lo que tiene, por lo que muestra, reduciéndolo a la mirada de los demás como mera cáscara, volviendo las relaciones sociales más medidas o más distantes.
Gilles Lipovetsky (1983) plantea que el interés febril por el cuerpo no es espontáneo, sino que responde a imperativos sociales para sostener el narcisismo y así llevar a cabo la misión de normalizar el cuerpo, imponiéndole un lugar predilecto en el discurso social, quedando asociado a un valor indiscutible, convertido en un objeto, en una mercancía, que se puede moldear o modificar según el gusto de una época. Discurso que no sólo es sostenido sólo por algunos sectores sociales, sino también por algunos medios de comunicación.
Hoy el cuerpo no sólo ha cambiado por el aseo, las dietas o la gimnasia, sino que se ha recurrido a la cosmética (cremas antiarrugas, fangos o lociones para la caída del cabello) y a la cirugía estética masiva. De este modo, ocuparse del cuerpo adquiere un lugar preponderante en la sociedad actual. Se hace ostentación del bronceado, de la piel lisa, de la flexibilidad corporal. El cuerpo es mostrado y se trabaja muy arduo para ello. No sólo importa el resultado, sino el hecho de haber dedicado tiempo para embellecerse. Esto no sería peligroso si fuera pensado en función de la salud para mejorar la calidad de vida.
Resignarse a envejecer no es una virtud de esta época, el principal objetivo es ser eternamente joven. Cabría preguntarse si esta “liberación” del cuerpo, característica de este siglo, es en realidad eso o, en definitiva, sólo se habrá liberado el hombre cuando haya desaparecido toda preocupación por el cuerpo.